Cuando supe que había personas, mayormente jóvenes, que veían vídeos de YouTube a velocidad 2x me pareció aberrante, como nos parece a todos los que tenemos cierta edad. De pronto los productos audiovisuales eran demasiado lentos para la chavalería, o su cerebro demasiado rápido para la época, y necesitaban ver las series a cámara rápida: era delirante, una falta de respeto a los creadores de las ficciones o los documentales, también un síntoma de la creciente aceleración del tiempo, de una vida cada vez más sepultada en estímulos, de la desaparición de los ritmos tradicionales y la llegada de un sistema fluido, fugaz, ansioso, estresado y paranoico.
Me acordé de cuando me aburría, casi en otra vida. Llegaba la tarde desidiosa y no tenía nada que hacer. Miraba por la ventana. Me fumaba un Lucky. Ordenaba el interior del frigorífico. Intentaba leer una novela, pero no me gustaba y tampoco tenía otro libro pendiente. En la tele solo echaban mierda. Usaba más puntos y seguidos. Frases cortas. Menos comas. Aburrirse era aburrido, pero también tenía la dulzura de saborear el lento caminar del segundero, como quien paladea la sustancia íntima de la vida. Entonces, claro está, no lo apreciaba. Ahora eso es imposible: añoro el tedio.
Me aburro menos a estas alturas, pero vivo en un continuo sinvivir, tratando de seleccionar algo decente ante la inmensa oferta que se nos viene encima como un tsunami de megabytes, agobiado por todo lo que tengo pendiente de ver, escuchar, conocer o hacer, rematadamente infoxicado. El mundo gira hiperacelerado y nosotros no sabemos muy bien dónde agarrarnos.
Pero mi parecer sobre la ultravelocidad del visionado de contenidos cambió en un momento inopinado, cuando todo empezó a ir un poco más lento: durante los meses del llamado confinamiento “duro”. En esos meses recluidos en casa, los que, por suerte, no vimos de cerca la enfermedad, ganamos paz en nuestra vida cotidiana, pagando, a cambio, con un continuo miedo a morir. Eché muchas horas de esos días al ralentí haciendo cursos universitarios online sobre filosofía posmoderna, historia del siglo XX, cálculo diferencial o magia y brujería en la Edad Media, matando el rato con algo de conocimiento sin utilidad inmediata, que es el más gustoso de los conocimientos.
Iba todo tan lento aquellos días que decidí poner la velocidad 1,5x en los vídeos de mis profesores lejanos, a ver si la vida cobraba otro ritmo. Descubrí que me gustaba, que me distraía menos, que mi atención se veía más fija y estimulada. Comencé a ver vídeos de youtubers y comprendí que su embrujo se basaba en editar el vídeo eliminando los tiempos muertos entre frases, incluso las pausas para tomar aire. Todo aquello me enganchaba y no me quedaba mirando al techo durante los carraspeos del profesor, como me pasaba en la universidad de carne y hueso, y el techo no me sugería pensar en dragones o en la fiesta del último fin de semana, sin vuelta atrás en la infinita cadena de pensamientos distraídos. Recordé un verso que había escrito en un poemario viejo, que ahora me parecía obra de un visionario: “si las cosas durasen la mitad / la vida duraría el doble”.
Desde entonces mi experiencia de consumo online audiovisual va acelerada. Cuando hago entrevistas periodísticas, luego escucho las grabaciones también aceleradas: la comprensión es la misma, pero el tiempo invertido en la escucha es dramáticamente menor. Es mágico. Cuando vuelvo a poner los vídeos o los audios a velocidad real, me parece que la gente está borracha, o que el que está borracho soy yo. A veces, incluso, estoy borracho realmente, pero eso es otra historia.
Así me convertí en una de aquellas personas jóvenes (aunque sin rejuvenecer) cuyo comportamiento acelerado me parecía aberrante y, además, con la furia del exfumador o del converso. El problema es que ahora las personas de la vida cotidiana, con la honrosa excepción de los cocainómanos, me parecen lentísimas en su expresión oral y estoy deseando ponerles a velocidad 2x, pero no se puede, y ya no me apetece estar con nadie más allá de mis pantallas.