Nos han avisado mucho de que tenemos que cuidar nuestras redes sociales, de modo que nuestros posibles empleadores, si se ponen a escarbar, no encuentren cosas que no quisiéramos que encontrasen: bailes en ropa interior, baños pintados de cocaína, opiniones al borde del abismo.
A mí me parece imposible no encontrar en mis redes cosas que me sonrojen, porque el mero paso del tiempo, aunque uno no haya compartido nada extraordinario o inoportuno, hace que nuestro yo del pasado y las cosas que ese yo dijo nos resulten ahora ridículas. Los que trabajamos escribiendo lo vivimos con especial intensidad: al cabo de unos días o, a lo sumo, unos años, aquellos textos nos resultan ajenos, como si los hubiera escrito otro y ese otro fuera estúpido. Es una de las maldiciones del plumilla.
No me preocupa por la mirada de los auxiliares de Recursos Humanos o por mi propio ego, sino porque ha nacido mi hija, y mi hija, revisando Facebook o Instagram, sabrá perfectamente cómo fue su padre (o cómo quiso o dijo ser) en cada momento de su existencia, casi con precisión milimétrica. A mí esto, por un lado, me parece hermoso: me encantaría poder consultar las redes de mi difunto padre, cuyo corazón se paró cuando Internet aún estaba en sus albores, saber más de sus opiniones, de sus vivencias, de los problemas que le llevaron a la muerte. O conocer más detalles de mis cuatro abuelos a los que no conocí o conocí anecdóticamente siendo yo muy niño. Los tatarabuelos, etc.
En el futuro se tendrá una visión del pasado mucho más detallada y menos borrosa y esquiva que la que tenemos ahora, sustentada en millones y millones de posts y fotos producidas y colgadas a cada hora en todos los lugares del planeta. La labor del historiador no será aprender a trabajar con fuentes escasas y escondidas, sino encontrar sentido a un tsunami de información mareante y poliédrico. También será un lujo: imagínense como sería poder consultar el blog de Francisco de Quevedo, su relato día a día de lo acontecido durante el Siglo de Oro en el madrileño barrio de Las Letras. O el Instagram de Napoleón, en el que seguir las fotos y reflexiones diarias del emperador desde su coronación a su destierro en Santa Helena, pasando por las guerras napoleónicas (#Austerlitz, #Waterloo). En el futuro podrán hacer eso con Donald Trump o Rosalía.
Por una parte, es hermoso, digo, pero también pone sobre nuestros hombros el peso de la posteridad. El sueño de los seres humanos es trascender su propia existencia (de ahí el libro, el árbol y el hijo), y este es uno de los principales motivos por el que se han escrito novelas, se han invadido países, se han levantado monumentos o se han compuesto canciones del verano. Hoy, sin embargo, todos podemos trascender de manera sencilla, exponiendo nuestro ser en una red social, una huella que permanecerá ahí colgada mientras duren las redes sociales y mientras exista Internet, que, por el momento, parece que será longeva, aunque no eterna. (Un libro, Error 404, de la periodista Esther Paniagua, publicado por Debate, explora las consecuencias que tendría el posible derrumbe de Internet, que no es una cosa ni descabellada ni lejana).
Eso asusta, que la vida ya no suceda en la intimidad y desemboque en el olvido, sino que los que nos sucedan vayan a saber perfectamente de qué pie cojeábamos. Hay que empezar a postear pensando no solo en los likes sino también en las personas del futuro, cuyos ojos ya siento sobre mis píxeles. Quién sabe si uno podrá convertirse en un influencer póstumo.