Me viene con frecuencia a la cabeza la pregunta de si la tecnología, al final, después de tantas vueltas, de tantos avances, de tantas innovaciones, realmente nos hace más felices. Miro a mi smartphone, ese órgano nuevo de mi cuerpo, esa extremidad de silicio, ese cerebro artificial que parasita mi cerebro, siempre pidiendo casito, siempre metiendo mi atención en la picadora, y no lo tengo claro. Pobrecito, él qué culpa tiene, si le programaron para esto.
Recuerdo los tiempos pre Internet: no echábamos de menos la Red, la mayoría de la población (excepto algunos visionarios tipo Isaac Asimov) ni siquiera concebíamos una idea semejante. ¿Conectar todos los ordenadores del mundo? Así, a priori, ni siquiera parecía un panorama especialmente excitante. No había teléfonos móviles, pero nadie tenía la necesidad de mandar guasaps o cambiar la ubicación de una cita en el último momento. Había más plantones, eso sí, y si no llegabas a tiempo a la cita con tu pandilla luego te pasabas la tarde buscándola por el centro comercial o por el Oviedo Antiguo. Si un viajero temporal me hubiese intentado explicar en los años 90 qué sería el Facebook, me hubiera costado entenderlo. De hecho, cuando me hice el perfil de Facebook, en 2008, tardé semanas en verle la gracia o la utilidad.
Ahora la tecnología no está claro si está a nuestro servicio, o nosotros al suyo. La aparición del smartphone, hace no tanto como parece, es un hito fundamental en la dominación tecnológica sobre el humano: el aparato que nos prometía más libertad se convirtió en una cadena más larga que nos ataba allí donde estuviéramos. Ahora mediatiza nuestra vida, convirtiéndonos en ciborgs. La cosa que más pereza me da de ser padre es educar a mi hija en el correcto uso de lo tecnológico y me aterra el hecho de que Candela nunca va a conocer el mundo previo a esta última revolución tech, un mundo sin Internet y sin smartphone, un mundo radicalmente distinto. Nunca tendrá nada con qué comparar su uso de la tecnología y comprobar si es excesivo o demente.
Es común que las personas pensemos que el fin de la tecnología es hacer felices a las personas, liberarlas de la maldición divina del trabajo, facilitar la plácida existencia, como un mayordomo robótico. No lo tengo tan claro: la tecnología suele servir para mejorar la vida de quien la diseña y la vende, eso para empezar, pero respecto a los demás puede tener usos virtuosos o catastróficos, como un cuchillo de cocina: la Inteligencia Artificial que supera a la humana y somete a la Humanidad, por ejemplo.
El concepto filosófico del Determinismo Tecnológico dice, incluso, que el desarrollo de la tecnología va por libre, y que es imposible para los seres humanos domar ese desarrollo: quizás la protagonista de la Historia del Universo no sea la Humanidad, quizás solo seamos lo que posibilita y antecede la llegada del verdadero sujeto de la Historia: la Tecnología. Frente a esta idea, algo apocalíptica, hay quien dice que la tecnología debe ser controlada por los humanos, y que se puede hacer desde la política, regulando asuntos como la proliferación nuclear, el espionaje digital o cierta experimentación genética. Que sí se puede. A ver si es verdad.