Recuerdo con extraña claridad cuando llegó el McDonald’s a Oviedo en los años 90, siendo yo un prepuber: fue todo un acontecimiento. Las hamburguesas, aquellas naves espaciales culinarias que se veían sobre todo en las películas (junto con las apacibles urbanizaciones estadounidenses, las taquillas en el instituto o el quarterback del equipo de football) llegaban a la heroica ciudad que dormía la siesta.
En el McDonald’s de la calle Uría se montaban grandes aglomeraciones a las que saludaba un muñeco del sonriente (y algo siniestro) Ronald McDonald de más de dos metros de altura. Con el olor de aquellas hamburguesas (aún no había nuggets de pollo, que fueron otro acontecimiento), las cajitas de Happy Meal y los divertidos personajes que conformaban la mitología del restaurante, la capital de provincias llegaba a conectarse con la civilización, como si pusieran Internet. El Big Mac dejaba de ser un plato típico de Madrid.
Hoy en día el McDonald’s de Uría sigue ahí, y eso no es fácil, porque en Asturias, donde hay mucho (y comprensible) chovinismo gastronómico, no lo tienen fácil: siempre vencerán las sidrerías, donde, a diferencia de los fast foods, se sirve de comer comida y no sueños. Cuando pusieron el Starbucks, eso sí, también se formaron colas en la puerta, y hace poco han puesto una de esas bakerys clónicas que hay por todas partes y también ha generado su impacto en forma de tarta Red Velvet.
Las franquicias generan bastante fascinación en el ciudadano de a pie. Comer o comprar lo que comen o compran otros en otros lugares nos gusta, no sé por qué, es como si nos homologaran con la Humanidad. Este capitalismo es muy extraño: nos entran unas ganas locas de ser únicos y diferentes consumiendo exactamente lo mismo. Se critica la uniformización soviética, pero decoramos todas las casas y las cafeterías igual, entre Ikea y el ladrillo visto, como si nuestro interiorista fuera Stalin.
Las franquicias resuelven muchos problemas a los franquiciadores (que extienden así su negocio fácilmente) y los franquiciados (que reciben un producto diseñado y testado), pero también a los clientes: si te vas a comer un whopper en cualquier parte del mundo sabes que será el mismo whopper, y siempre a buen precio. Es como estar en casa. Sin embargo, la franquicia en exceso, como la sufrimos en las grandes capitales, acaba con la diversidad de la urbe, de modo que es lo mismo estar en cualquier ciudad del mundo, con su Zara, su H&M y su Taco Bell, y su escaso comercio pequeño y tradicional. Somos carne en masa para su picadora.
Otra curiosidad de este capitalismo raro y salvaje es que nos incita sin descanso a la iniciativa individual y el emprendizaje, pero luego lo que se produce el aglomeramiento empresarial. Ya cada vez es más común que seamos carniceros, camareros, peluqueros, dentistas, ópticos o cocineros para grandes empresas de cada ramo a que montemos nuestro propio negocio, algo que sintamos como un proyecto vital y no como una colaboración en el proyectode otros, generalmente en condiciones francamente mejorables.