La verdad es un cuento.

La verdad es un cuento.

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Hace años le escuché decir a un prestigioso asesor político que él no podría presentarse nunca a unas elecciones porque, cuando le preguntaban, tenía la mala costumbre de responder la verdad, una manía absurda que delante de los periodistas te puede granjear más de un problema.

A mí me sucede exactamente lo mismo. Soy honesto porque no sé ser otra cosa. No se trata de que tenga un gran talento para la virtud, sino de que soy demasiado torpe para los pecados.

Ahora bien, la verdad se puede expresar de muchas maneras.

Lo que dice el BOE, por ejemplo, es, casi siempre, verdad. También lo que relatan los periódicos, al menos en las secciones necrológicas. Es cierto, además, lo que cuentan los libros de historia, los prospectos de los medicamentos y la letra pequeña, pequeñísima, que aparece en los anuncios de los préstamos bancarios.

Y luego está, por supuesto, la ficción, que, a su manera, también expresa la verdad. Su honestidad es la que a mí me interesa.

Recuerdo que Rafael Azcona, guionista ilustre de películas como Plácido, El verdugo o La lengua de las mariposas, lo enunciaba con una sentencia brillante: las películas se construyen para demostrar el final. Su desarrollo es el argumento y su conclusión, la prueba.

Y, efectivamente, las películas tradicionales (con final cerrado y un desarrollo clásico de presentación, nudo y desenlace) defienden la verdad con la ficción.

Así, lo que dice El apartamento acerca de las ambiciones frustradas de los trabajadores modestos que viven en las grandes ciudades es cierto.

Lo que argumenta La chaqueta metálica sobre la crudeza de la guerra y los procesos de despersonalización a los que se somete a los soldados, también.

Y es cierto, asimismo, lo que expone Blade Runner al hablar de los rincones emocionales en los que, en último término, reside nuestra humanidad (y la de los replicantes que Apple presentará más pronto que tarde).

Las historias de estas películas nunca han sucedido, pero sus tesis son verdaderas. En ocasiones, son incluso más verdaderas que las anécdotas sobre acontecimientos cotidianos, porque los acontecimientos cambian, pero los mitos permanecen.  

Eso es lo que explica que el storytelling sea tan eficaz en el ámbito publicitario. Su éxito no radica en que reproduzca historias reales (cosa que claro que puede hacer), sino en que permite decir la verdad incluso a través de la ficción, pulsando de esa manera las teclas emocionales que nos motivan a actuar.

El anuncio “Soy música” de Casa Tarradellas es un buen ejemplo de lo que estoy contando.

En la pieza, un joven se prepara para decirles a sus padres que abandona el derecho para centrarse en la música. La escena no es un documental que muestre un evento de nuestro mundo (afortunadamente, no hay nadie que sea tan repipi fuera de los límites estrechos de los anuncios de la tele), pero transmite una verdad profunda e importante: la familia debe estar ahí para ayudarte a ser la mejor versión de ti mismo. Por eso su propuesta funciona tan bien.

¿Significa lo anterior, entonces, que la publicidad puede soportar cualquier ficción? No, en absoluto. Las ficciones deben ser siempre coherentes con el espíritu, los propósitos y los comportamientos de las marcas, ya que la falta de coherencia transmite deshonestidad.

Esto es algo que entendí hace ya bastantes años, cuando cursaba una asignatura de libre configuración de la Facultad de Derecho. Durante el transcurso de una clase, un profesor increpó a un alumno con el que discutía diciéndole: “¡Es usted un gilipollas!”. A lo que el alumno, muy calmado, respondió: “Si me va a llamar gilipollas, puede usted tutearme”.

El “usted”, que se emplea para demostrar respeto, pierde sentido cuando se usa para insultar a alguien porque constituye una incoherencia flagrante.

Del mismo modo, la publicidad que trata de limpiar la imagen de una marca recurriendo al greenwashing, al pinkwashing o al whateverwashing es absurda y contraproducente porque no está respaldada por un compromiso genuino.

No hay storytelling que oculte un comportamiento incoherente, al menos si pensamos en el medio y el largo plazo.

La conclusión de toda esta chapa es que el storytelling de ficción es un vehículo extraordinario para transmitir la verdad de las marcas, pero ni lo soporta todo ni es una receta mágica que pueda salvar a las empresas de su propia y reiterada estupidez.

[Por cierto, la historia del profesor de derecho no sucedió jamás. No es más que una ficción oportuna, un chascarrillo elocuente.  

Y, sin embargo, es completamente verdad].