La naturaleza es sabia, pero no tanto.

La naturaleza es sabia, pero no tanto.

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ADVERTENCIA:

El siguiente artículo contiene trazas de spoilers de Don’t look up y The Matrix: Resurrections. Si eres alérgico a que te destripen las películas, aléjate de aquí con pasos cortos y prudentes. Ya nos veremos dentro de 14 días.

A nadie se le escapa que el éxito de Don’t look up se debe, en gran medida, a su capacidad para resumir nuestros anhelos y temores de los últimos dos años. Es cierto que la película se planteó inicialmente como una crítica descarnada de los negacionistas del cambio climático, pero ha querido la casualidad que se terminase convirtiendo en una metáfora precisa de la situación pandémica.  

Mi aspecto favorito de la película es el modo que tiene de retratar la incredulidad frente a la amenaza. Las pruebas científicas demuestran, más allá de cualquier duda razonable, que un meteorito destruirá la Tierra si nadie hace nada para impedirlo, pero los políticos se resisten a aceptar el peligro. Pasado un tiempo, lo admiten, pero sucumben a la tentación de rentabilizar económicamente el impacto. Finalmente, el cometa arremete contra la Tierra llevándose por delante a (casi) todo bicho viviente.

Lo que se conoce como un final feliz.

Hace apenas tres años, una escena semejante habría sido inverosímil, pero no ahora. Los científicos llevan años advirtiéndonos de las amenazas y los políticos han optado sistemáticamente por ignorarlos con la absurda pretensión de proteger la economía sin proteger a las personas. La misma situación se ha repetido ya demasiadas veces en nuestro propio mundo como para cuestionarla en el cine. A su manera, nuestra clase dirigente también nos ha pedido que no mirásemos hacia arriba.

Al final, el mensaje ha calado. Los negacionistas de Don’t look up no se creían el cometa y nosotros no nos terminamos de creer el Covid. El mundo real no es ya el que nos rodea, sino el que aparece en las películas, series de televisión y anuncios en los que la gente no lleva mascarillas y no mantiene ninguna distancia de seguridad. La vieja buena normalidad sigue existiendo, pero sólo en nuestras ficciones. Da la impresión de que el mundo real se ha trasladado a las pantallas y de que somos nosotros los que, como el protagonista de El show de Truman, habitamos una mentira que nunca cesa.

Me parece muy curioso (y perversamente divertido) que este fenómeno se haya producido en paralelo al auge de los metaversos. Es posible que no haya ninguna relación causa-efecto entre una cosa y otra, pero, incluso en ese caso, se trata de una serendipia en la que merece la pena detenerse.

Todos entendemos que Zuckerberg haya manifestado un profundo interés en el metaverso. Por una parte, le ha permitido acometer un rebranding profundo y alejar la atención de la pésima imagen que estaba cultivando en las redes sociales tradicionales. Por otra, le está permitiendo tomar la delantera del mundo tecnológico que se avecina y disputar el monopolio de los nuevos espacios digitales.

Comprendemos, asimismo, que el resto de grandes empresas tecnológicas quieran hacerse un hueco en el metaverso. Quedan muchos años por delante antes de que sea tecnológicamente viable -los “metaversos” actuales son, en realidad, proto-metaversos, metaversos de mentirijilla, aproximaciones tentativas a lo que, algún día, será el metaverso de verdad-, pero ya en este momento se pueden anticipar las enormes oportunidades de negocio que traerá consigo.

Ahora bien, ¿qué es lo que sucede con los consumidores y usuarios? ¿Por qué, de repente, también nosotros nos sentimos atraídos por el metaverso? La novedad tecnológica explica parte de nuestra fascinación, pero creo que el asunto es más complejo. El metaverso nos ilusiona porque nos da la oportunidad de recuperar la realidad que hemos perdido anuestro alrededor. Tenemos el convencimiento íntimo de que más pronto que tarde los sucedáneos digitales de nuestras experiencias serán más auténticos que los originales. Como decía el viejo anuncio de Minute Maid: “La naturaleza es sabia, pero no tanto”.

En este contexto, la directora Lana Wachowski ha tenido la perspicacia de estrenar una secuela de The Matrix, la obra de ciencia ficción que inauguró el siglo XXI dos años antes de que el siglo XXI asomará la cabeza por el coño de la Historia. La nueva película contrasta con la original en un aspecto importante. La primera es una metáfora filosófica, una reconstrucción nada sutil del mito de la caverna platónico. La última, en cambio, es una cruda reflexión sobre el mundo que nos rodea. Sus protagonistas no luchan contra la Matriz, no tratan de alejarse de las sombras de la caverna, sino que se enfrentan a las máquinas malvadas para apoderarse del espacio (el metaverso de la película) y reconstruirlo a medida de los sueños y expectativas de los seres humanos. Incluso Trinity y Neo se resignan a que nos instalemos plácidamente en un metaverso plagado de (literalmente) arcoíris en el cielo.

El regreso de The Matrix es la prueba de que, como dice uno de sus anodinos villanos, vivimos atrapados entre el deseo y el pánico. Nos aterra perdernos en los nuevos espacios virtuales, pero anhelamos hacerlo para recuperar todo aquello que hemos perdido.

Así, cabe señalar que, a pesar de que nos sentimos más cómodos identificándonos con los científicos protagonistas de Don’t look up, nosotros también somos, en parte, como el grupito de políticos imbéciles que prefiere mirar hacia otro lado mientrasel mundo se va al garete. Es lógico que existan similitudes, claro, porque los Trump y las Ayuso no aparecen nunca de la nada, sino que acceden a las instituciones con el respaldo de los ciudadanos. Los políticos de Don’t look up trataron de huir de un planeta en ruinas a lomos de un cohete espacial y nosotros estamos intentando huir de un mundo desolado dirigiendo nuestros pasos hacia el metaverso.

Se trata, por supuesto, de una exageración retórica, pero creo que no está exenta de verdad. Nuestra voluntad escapista es cada vez mayor y eso puede menoscabar nuestra capacidad para advertir las amenazas que se ciernen sobre nuestras cabezas, una temeridad absurda que, como los protagonistas de la película de Adam McKay, no nos podemos permitir.

Al fin y al cabo, sin un universo amable que acoja nuestros cuerpos endebles y perecederos, no hay metaverso que pueda salvarnos el culo.