Dicen que cuando uno es padre no es solo padre de su hija, sino de todas las hijas del mundo, que es inevitable que una burbuja de ternura y compasión se expanda alrededor de tu cuerpo abarcando a numerosos semejantes, como la esfera de energía que rodea a un Supersaiyajin de los que salen en Bola de Dragón.
Yo siempre he tratado de practicar la compasión porque me parece una condición sine qua non para ser una buena persona, no sé si lo he conseguido históricamente, pero desde que fui padre, hace unos meses, mi compasión se ha ido de rosca y se enreda en todos los seres del mundo. Siento compasión a full, compasión premium, compasión con pasión.
Compasión quiere decir sufrir con los otros, hacernos cargo de su dolor, sentir el impulso de cuidar a los que son oprimidos, castigados, descartados, atacados, a los que están indefensos o desvalidos. La compasión no es lástima: la compasión es activa y horizontal, la lástima es pasiva y vertical.
Sin embargo, en los últimos años la compasión ha estado mal vista, es con frecuencia considerada buenismo, o ingenuidad, o debilidad, o dictadura woke, o adanismo, o superficialidad, o corrección política, o beatería. Son malos tiempos para la compasión, y así nos va: la compasión es lo contrario de Twitter.
Hasta muchos autodenominados cristianos, cuya religión se basa en la compasión, rechazan ser compasivos como si fuera un gesto de estupidez y de irrealidad procedente de una campaña de marketing de Cacharel (“algún día la ternura moverá el mundo”): el mundo es como es, nos dicen algunos divulgadores del realismo capitalista, del cuñadismo extremo, y la compasión parece ir en contra de su funcionamiento íntimo (por eso la compasión también tiene cierto carácter revolucionario). Lo que está de moda es el búscate la vida, el sálvese quien pueda, hoy en día lo que se lleva es el “malismo”.
En esto que estalla una guerra en un país del que apenas hablábamos y que ahora es el centro de nuestra existencia, porque si las cosas se van de madre, puede acabar con ella en una distopía nuclear (y mira que vamos coleccionando distopías). Cómo no sentir compasión por esos niños que nacen en los sótanos o mueren en la superficie, con las familias que se ven obligadas a huir de sus hogares (y no saben cuándo volverán o si podrán hacerlo algún día), con los soldados (de ambos bandos) que tienen que jugarse la vida por intereses que muy probablemente no tengan nada que ver con ellos.
Hay que ver cómo, últimamente, los grandes eventos históricos se empeñan en interferir nuestras pequeñas vidas individuales y hacer nuestro futuro sombrío, a nosotros que solo queremos ir a la compra y jugar con nuestra hija, que solo queremos disfrutar un poco los domingos y ser la España que madruga el resto de los días. Esta guerra, que estamos siguiendo por televisión hasta el más mínimo detalle como el espectáculo que ahora llena nuestras vidas, es un gran ejercicio de compasión. Yo siento compasión por los ucranios, pero también por todos esos refugiados que no son blancos, rubios y guapos, procedentes de otros conflictos y latitudes, y a los que en vez de abrirles la puerta se la cerramos en los morros. Agravio comparativo, hipocresía humana, vergüenza.
Dicen, pues, que cuando uno es padre se siente padre de todos los hijos del mundo, aunque supongo que es una enfermedad, como la juventud, que se cura con el tiempo. Muchas de las personas que han hecho daño han sido padres. Vladimir Putin, el sátrapa de rostro de hierro y bótox, también es padre, al menos de dos hijas, Mariya y Katerina, pero la compasión se ha perdido en algún momento. Qué lástima.