La puesta en escena es de sobra conocida: personaje con una audiencia destacable en redes sociales es entrevistado en un medio tradicional, y en la primera pregunta, el entrevistador suele preguntar directamente por la naturaleza del rol de influencer. “Creador de contenido” se afanan ellos en matizar, aunque cabría preguntarse si creador no es un sustantivo demasiado generoso para alguien que se limita a posar- ataviado con un look sacado del último lookbook de Zara- mirando al infinito.
Si nos remontamos a 2004 la palabra influencer llenaba titulares. Había usuarios que comenzaban a destacar frente al resto, reuniendo a grandes comunidades gracias a su capacidad creativa, su estilo o su humor. Hoy los sigue llenando, pero cuesta encontrar un artículo donde la palabra en cuestión no vaya seguida de un titular vergonzoso, de un acto de cuestionable ética o de una sentencia ejemplarizante. Porque en estos veinte años ha sido la propia industria la que ha ido redibujando el concepto mediante su propio hacer y parece que el término influencer necesita una revisión: ahora nos parece tan difícil alejarlo de la frivolidad marcada a fuego durante estas dos décadas que lo más práctico es empezar de cero y alumbrar un nuevo concepto despojado de prejuicios: el de creador de contenido.
Y es que, si en el caso de los influencers el contenido está íntimamente vinculado a su vida cotidiana y por tanto es caduco, en el caso de los creadores casi nunca es así. Todos nos hemos reído con un vídeo de Esperansa Grasia sin saber si tiene pareja, y todos hemos aprendido con un vídeo de Jaime Altozano sin que nos importe lo más mínimo dónde cenó anoche y con quién. Todos entendemos, de forma tácita, que estos dos perfiles entienden el lenguaje de cada red social y lo explotan con inteligencia, creatividad y un estilo propio, y que nunca vamos a encontrar nada de eso en el perfil de un influencer al uso, esos que monetizan sin escrúpulos los seguidores conseguidos a golpe de aparecer en un reality, emparentarse con alguien más famoso o tener como único mérito haber llegado cuando todo Instagram era campo.
Pero no solo se trata de creatividad: en esta transición de influencer a creador encontramos que se han incorporado otras aptitudes, como una suerte de visión estratégica que ayuda a estos perfiles a diseñar modelos de negocio sostenibles en este nuevo contexto digital y a encontrar vías de monetización que van más allá de compartir día y noche códigos descuento o los links de afiliación. En definitiva, a reciclarse y formarse en todo aquello que les ayude a transformar su talento en un producto para poder gestionar su carrera tras una viralidad que muchas veces es fortuita y casi siempre pasajera.
Con todo esto sobre la mesa, la elección parece estar clara: casi nadie quiere llevar ya en su DNI la palabra influencer, porque el intrusismo y la falta de profesionalidad han degradado una profesión ya por sí en el punto de mira. Eso sí, a muchos se les olvida que para que nos podamos tomar en serio su trabajo, antes tienen que hacerlo ellos.
Por Lorena Macías - Creadora de @hazmeunafotoasí