Fíngelo hasta que te salga.

Fíngelo hasta que te salga.

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Pablo Casado es lo opuesto al síndrome del impostor. No importa cuánto meta la pata, se mantiene firme en su creencia de que merece presidir un país. Le da absolutamente igual que los barones territoriales de su partido conspiren contra él, que Aznar lo descalifique en los mítines y que los programas de actualidad hayan convertido sus declaraciones a favor de las remolachas en un chiste recurrente. Nada parece afectar a la excelente imagen que tiene de sí mismo.

Hay un sesgo que explica su actitud: el efectoDunning-Kruger. Las personas menos dotadas tienden a sobreestimar sus capacidades, mientras que las más aptas suelen subestimarse. Eso explica tanto el arrojo insensato de los imbéciles como la prudencia de las personas virtuosas. Se entiende, así, que 1 de cada 8 hombres no tenga pudor al defender que podría ganarle un punto a Serena Williams y que un tipo como Sócrates, el filósofo más importante de todos los tiempos, dijera aquello de “Sólo sé que no sé nada”.

(SPOILER: sí que sabía unas cuantas cosas. Si viviera hoy, sería un tuitero de renombre).

En nuestro país, contamos con egregios representantes del efecto Dunning-Kruger, pero nadie como Albert Rivera lo ha encarnado con tantísimo compromiso y, por qué no decirlo, tremendo éxito.

Después de hundir a Ciudadanos, Rivera se incorporó al prestigioso bufete de abogados Martínez-Echevarría. Es posible que te enterases porque, en un ejercicio de modestia y discreción inédito hasta la fecha, decidió anunciarlo en rueda de prensa.

Al comienzo, la relación entre la firma de servicios jurídicos y el exdirigente político fue de cuento de hadas, pero con el paso del tiempo el trato se fue deteriorando. Martínez-Echevarría acusó a Rivera de una “pasividad e inactividad nunca vistas en la empresa privada” y le solicitó que, por favor, trabajase un poco para justificar su oneroso salario. Rivera, presa de la indignación, decidió actuar como lo haría cualquier hombre de Estado ante la perspectiva de tener que doblar el lomo: dimitiendo de manera fulminante y filtrándolo a los medios.

¡Y esto no es lo mejor! Después de un durísimo cruce de acusaciones, Rivera ha exigido a sus antiguos empleadores que le paguen su salario hasta 2025 (¡así también defiendo yo la mochila austriaca!) y estudia reclamar daños morales. ¡Es magnífico! Abandona el curro porque sus jefes tienen el arrojo de pedirle que trabaje y, lejos de amilanarse, les exige una cuantiosa indemnización.

(Rivera, nunca te he votado, pero a partir de ahora eres mi faro en el proceloso mar de las relaciones laborales. LinkedIn debería abandonar su malsana obsesión con Rafa Nadal y rendirse humildemente a tus pies).

Ojo, no soy ingenuo. Sé que hay personas que todavía consideran que un tipo que ha condenado un proyecto político ilusionante a la más absoluta marginalidad y que no acude a la oficina ni para robar los folios de la impresora, no es el mejor modelo a seguir, pero eso es porque no entienden cómo funcionan las relaciones humanas. Albert Rivera es un ejemplo de liderazgo porque entiende el valor de fliparse, de ser un turbocuñado incluso en las circunstancias más adversas.

No olvidemos que las primeras impresiones tienen una gran importancia. Si nos gusta algo de una persona, es más probable que valoremos positivamente otras características suyas. Y viceversa. Esta tendencia, que se denomina efecto halo, explica que las personas atractivas se pasen la vida en el modo fácil. Los tribunales de justicia las juzgan con menos dureza, tienen más fortuna en las entrevistas laborales y, en general, gozan de una mayor simpatía en la sociedad.

Los feos, en cambio, son irritantes.

Fliparse (moderadamente) supone una ventaja competitiva porque transmite seguridad en uno mismo y competencia en la materia. Por esa razón, perfiles como el de Pablo Casado o Albert Rivera logran hacerse un hueco en los espacios de poder, aunque, siendo generosos, no siempre demuestren ser los más capacitados para los puestos que ocupan.

Comúnmente, las personas de clase alta aprenden de manera espontánea la importancia de fliparse. Creen sinceramente que son mejores que el resto. Las personas de clase baja, en cambio, se acostumbran a cuestionarse y poner en duda cada uno de sus éxitos. Esto provoca que, sistemáticamente, la peña con pasta se beneficie de un efecto halo positivo y que la gente humilde padezca un efecto halo negativo, que se acentúa en el caso de las mujeres.  

Para superar esta situación, es importante que asumamos que el esfuerzo, la disciplina y la perseverancia son, en realidad, vicios de pobre y que lo que de verdad funciona es fliparse. Rivera lo sabe, por eso no lee a Kant -algo que requiere una gran dedicación-, pero reivindica a Kant.

Así las cosas, hay dos enseñanzas que me gustaría transmitirte a ti, querido lector, querida lectora. La primera es que, si sufres el síndrome del impostor, lo más probable es que seas un profesional competente. Pobre, sí, pero competente, también.

La segunda moraleja es que los cenutrios que se encuentran en puestos de responsabilidad (como, por ejemplo, tu jefe) ocupan el espacio que ocupan porque se flipan más que los gurús de las redes sociales. Conviene, por tanto, que tú también aprendas a fliparte. Al principio no vas a ser capaz, porque te han educado para la modestia y la contención, pero no te preocupes, porque todo se aprende.

Como dicen los anglosajones -la peña más flipada sobre la faz de la Tierra-, “Fake it until you make it”. Fíngelo hasta que te salga.

Peor no te va a ir.