Desde aquí se ve el edificio In Time, que consta de dos torres de 202,47 metros unidas por una especie de cucurucho de helado que le da al conjunto el aspecto de la letra M. También el Gran Hotel Bali, más canónico y picudo, de 186 metros. Etc. Hay muchos más, toda una maraña de rascacielos que tienen la particularidad de no pertenecer a una gran ciudad global, ni a un downtown estadounidense, ni a una de esas ciudades perdidas chinas, pobladas por millones y millones de habitantes, cuyo nombre, aun así, desconocemos. Wuhan fue una de esas, hasta que dejó de serlo.
Lo que veo es Benidorm y el cielo que aquí rascan los edificios es el del Levante español: debajo la gente está de vacaciones. Benidorm es un lugar donde todo está pensado para el alimento de las bajas pasiones. Uno pasea y ve hamburguesas, pizzas, ropa barata, adminículos fluorescentes, sex shops, cerveza también barata, bares con la música bien alta, con grandes pantallas donde ver todo tipo de deportes, campos de minigolf y de máquinas recreativas. Al anochecer en los bares de los ingleses actúan los imitadores de Elvis, de los Beatles, de David Bowie, de Bob Marley, unos artistas como la copa de un pino que saben transmutarse a la perfección en nuestros ídolos. En Benidorm se comprueba la indiscutible superioridad de los gustos musicales de los hijos de la pérfida Albión.
Benidorm mola. Después del estallido inicial que convirtió a un pueblo de pescadores en este mastodonte turístico, llegaron algunas décadas en las que el lugar fue visto con algo de condescendencia. Ganó mala fama, como sitio vulgar, barato, destinado a los horteras, a los jubilados, a los juerguistas, a las clases trabajadoras. Estaba en las antípodas de lo que ahora se llama “turismo de calidad”, que es un eufemismo del turismo para ricos. Era como si no gustase que los citados colectivos se lo pasasen bien en verano.
En los últimos años, sin embargo, Benidorm se ha vuelto a poner de moda, tal vez porque es el patio de recreo de los horteras, de los jubilados, de los juerguistas, de las clases trabajadoras. Quizás sea porque vivimos tiempos que luchan por ser un poco mas respetuosos con todas las formas de ser. Ahora en Benidorm se celebran todo tipo de festivales musicales, que atraen a la juventud moderna al ritmo de la música indie, el rocknaroll, el punk, el garage y hasta el mainstream melódico de Eurovisión en el Benidorm Fest. También se ha convertido, desde hace un tiempo, en un animado enclave para la comunidad LGTBI.
Pero lo interesante de Benidorm, como han señalado numerosos sociólogos y urbanistas, es el modelo turístico que representa. A simple vista esta acumulación de la cemento, acero, cristal y hormigón a la orilla del mediterráneo puede parecer una monstruosidad, pero hete aquí que es mucho más ecológico. En solo un 1% de costa, Benidorm recauda hasta un 45% de los ingresos turísticos de la Comunidad Valenciana: es mucho más eficiente que las urbanizaciones extensas que acaparan la costa, que los campos de golf, que todas esas construcciones con la que los españoles hemos anegado el litoral. Es mucho mejor construir en altura que desparramar a los turistas. La playa, además, está tremendamente cuidada en Benidorm. Y el modelo, que incluye en buena medida a jubilados extranjeros y españoles, funciona todo el año, y no solo en el periodo estival, lo que también redunda en su eficiencia.
Hay que crear “uno, dos, tres Benidorms” (parafraseando a Che Guevara con Vietnam). Los turistas tenemos que ser recluidos en estos guetos turísticos donde todo se amolda a nuestros deseos como en un paraíso vacacional. Lo que es inadmisible es que el turismo haga metástasis y se descontrole por todas las ciudades, turistificando los centros, arruinando el tejido urbano, banalizando las calles, creando molestias en los vecindarios, subiendo el piso de los alquileres, expulsando a la población, haciendo la ciudad invivible, convirtiendo cada ciudad en un Benidorm, cuando Benidorm es un modelo perfecto donde tiene que estar y para lo que tiene que estar, y no en otra parte.