Es posible que los más jóvenes ni siquiera os acordéis, pero hubo un tiempo, no hace mucho, en el que ser nazi se consideraba de muy mala educación. Cuando alguien defendía en público ideas discriminatorias o totalitarias, el resto de la gente se lo afeaba, algunas veces con palabras contundentes y otras con tanques entrando en Berlín.
Todos nosotros -o, al menos, una mayoría notable- teníamos muy claro que la dignidad humana debía defenderse en cualquier situación. No obstante, eso ha cambiado dramáticamente. Ahora somos mucho más flexibles con los nostálgicos de las dictaduras y los intolerantes en general.
Hace unos meses, en el programa Buenismo bien, la actriz y humorista Asaari Bibang lamentaba que se estuviera produciendo un repunte racista. “Hemos perdido la vergüenza al racismo”, advertía. “Hay un montón de gente que ahora piensa que es guay”.
Bibang expresaba así un temor íntimo con el que llevamos tiempo conviviendo: la xenofobia está echando raíces en una parte importante de la sociedad española. Se está normalizando en el discurso político, pero también en los debates de barra de bar, en las redes sociales y en los espacios de ocio y socialización.
Lo mismo está sucediendo con la LGTBI-fobia, como demuestra lo sucedido el sábado 18 de septiembre. Ese día, una horda neonazi se manifestó en las calles de Chueca con la excusa de protestar contra las Agendas 2030 y 2050. Pronto se pudo constatar que su objetivo real era celebrar una marcha homófoba. Los ultraderechistas se pasearon por el barrio coreando consignas como “fuera sidosos de Madrid”.
A pesar de todo, la delegada del Gobierno en la capital (responsable de autorizar la concentración), declaró en rueda de prensa que el acto había transcurrido “en absoluta tranquilidad”y “sin un solo incidente desde el inicio hasta el final”.
Palabras literales.
La LGTBI-fobia está tan normalizada que los herederos ideológicos del Holocausto se pueden reunir en Chueca para amenazar a sus vecinos sin que eso se considere, ni siquiera, un “incidente”.
Ante un panorama como este, la publicidad puede desempeñar un papel muy importante condenando el fanatismo y ayudando a construir espacios simbólicos de convivencia, tal y como comprobamos en los EE. UU. cuando se produjo el asesinato de George Floyd. En ese momento, las marcas americanas no sólo condenaron el racismo estructural del país, sino que además reivindicaron la necesidad de pronunciarse al respecto y de no permanecer al margen.
Si somos descreídos, podemos pensar que las marcas adoptaron un discurso comprometido atendiendo únicamente al cálculo comercial (al fin y al cabo, el compromiso era rentable en términos de imagen), pero, incluso si fue así, su comportamiento tuvo, al menos, un efecto positivo: el de contribuir a difundir el mensaje antirracista entre un público muy amplio.
En España también contamos con campañas valientes que han contribuido tanto al bien común como al desarrollo estratégico de las marcas. “Cambios”, de Wallapop, es un buen ejemplo de ello.
Al contar la historia de Lola Rodríguez en primera persona, “Cambios” defiende la vida y el derecho a existir de las mujeres trans. Sus pasiones alegres nos vacunan contra los imbéciles totalitarios y los afectos tristes.
La difusión de la campaña a través de los canales generalistas (como las televisiones y las redes sociales) consiguió despertar una enorme y merecida simpatía hace unos meses. Es por cosas como esa que no deberíamos subestimar el alcance de las piezas publicitarias.
Al decir esto no quiero sonar más cursi e ingenuo de la cuenta. Está claro que la publicidad no va a salvar a la sociedad de sí misma y que ningún nazi va a redimirse viendo anuncios con propósito, pero eso no significa que los discursos publicitarios no tengan ningún efecto en absoluto.
Lo tienen y muy poderoso.
La publicidad construye expectativas y deseos. Puede, por esa razón, ayudar a diseñar un horizonte compartido en el que todo el mundo se sienta representado y acompañado, tanto en sus anhelos como en sus sufrimientos.
“Ninguna persona es una isla”, como dice el famoso poema de John Donne. “La muerte de cualquiera me afecta, porque me encuentro unido a toda la humanidad; por eso nunca preguntes por quién doblan las campanas; doblan por ti”.
Deberíamos recordarlo más a menudo. El sufrimiento de cada uno es el sufrimiento de todos.
No nos podemos seguir permitiendo el silencio de los buenos.
Tampoco de los buenos publicistas.