Recuerdo cuando hacía falta explicar a las marcas en qué consistía el marketing de influencia. Hace apenas unos años teníamos que llamar a puerta fría, esquemas y demográficas listas en la mano, para explicar porqué un producto recomendado por el influencer de turno iba a vender mucho más que un anuncio en la tele o en una revista. Y no solo eso; las cifras que se manejaban a la hora de calcular el retorno de inversión -el dinero invertido en la campaña vs el beneficio que se obtiene de la misma- eran incomparables. Para nosotros, veinteañeros con unas redes sociales en auge pero sin mucha idea de la burbuja en la que nos estábamos metiendo, era una oportunidad perfecta para poder ganar unas cifras con las que jamás habríamos soñado. Y además, haciéndolo a nuestra manera, comunicando desde la experiencia propia y creando de paso una comunidad de usuarios que seguía y sigue con ansia nuestros pasos. Para las marcas, era la manera ideal de rentabilizar rápidamente sus campañas. Y aun así, no se fiaban ¿Por qué iban a hacerlo?
Hoy en día las cosas han cambiado. Tenemos agencias de comunicación dedicadas íntegramente a este tipo de estrategias, cientos de creadores de contenido (Tantos, que da miedo contarlos. En ocasiones, cuando encuentro a alguien en redes de quien nunca he oído hablar pero que tiene millones de seguidores me pregunto si no me estaré convirtiendo en una boomer), apps que vinculan a influencers con hoteles y restaurantes para que puedan disfrutar de sus servicios a cambio de un par de stories. Tenemos a decenas de personas que han dado el salto al mainstream y se han convertido en concursantes, presentadores y actores convencionales (Cristinini presentando “El gran Prix”, Laura Escanes protagonizando la portada del “¡Hola!”, o Mister Jagger poniendo voz a la nueva versión de “Humor amarillo” son algunos ejemplos de esa intersección maravillosa entre lo antiguo y lo moderno, lo casposo y lo innovador, la mezcla entre nuestra infancia noventera y una nueva generación que busca la autenticidad por encima de todo). Premios específicos, como los Genz o los Idolo, y listas que catalogan, seleccionan y ordenan a los mejores creadores de contenido del año. Qué puedo decir. Cuando ves que Forbes se ha unido al tren de los influencers, sabes que estás yendo en la dirección correcta.
Y aun y con esas, no puedo evitar preguntarme ¿Hasta donde? ¿Hasta cuando? ¿A costa de qué? Los algoritmos y las decisiones aparentemente aleatorias de los magnates tecnológicos, como que ahora Instagram tenga anuncios o que el famoso pajarito azul se haya convertido en la penúltima letra del alfabeto, nos hacen estar a expensas de iniciativas ajenas. Constantemente pendientes de cuál es el último trend. Renovarse o morir. O estás en la cresta de la ola, o buscando una última bocanada de aire, aplastada por la rapidez con la que se mueve esta industria. Siempre atenta, siempre pendiente. En este mundo frenético el precio a pagar es también emocional; no tengo dedos para contar la cantidad de creadores que conozco con problemas de ansiedad, depresión y estrés. Ahí estuve yo también, durante un tiempo.
Ahora me tomo las cosas de otra manera. El secreto que he encontrado para sobrevivir a las redes como creadora es centrarme en hacer el contenido que me gustaría que existiese, y estar pendiente de mi audiencia sin prestar demasiada atención a los cambios en la industria. Mantenerme fiel a la gente que me sigue, sin poner todos mis huevos en la misma canasta ni ceder a las presiones del mercado. Ver mis redes como una extensión de mi misma que tengo la capacidad de rentabilizar y no como un negocio. Volver a conectar con esa Amarna de 20 años que se abrió instagram para subir la foto de un croissant. Retornar al momento en el que las métricas no importaban porque las marcas ni siquiera sabían de nuestra existencia. Y desde esa verdad propia, seguir haciendo lo que más me apasiona: comunicar.
Por Amarna Miller.