Cuando, días antes, empezaron a llamar a la actuación de Chanel en Eurovisión el “chanelazo”, me sonó muy raro, porque lo más parecido que había oído era el “faletazo”, cuando Falete se tiraba a la piscina en aquel programa tan bizarro llamado ‘Splash’. Al final la actuación sí que me pareció un “chanelazo”, pero no por la contundencia gravitatoria de Falete, sino por todo lo contrario: qué ímpetu, qué precisión, qué presencia y qué control los de Chanel, porque como dice el eslogan de neumáticos, la potencia sin control no sirve de nada.
Al final Chanel quedó número tres, cuando la gracia perfumada hubiera sido Chanel número cinco. Fue la mejor posición desde que Anabel Conde lograse la medalla de plata en 1995, porque el discurrir de España por este concurso siempre está, casi por una maldición divina, más cerca del farolillo rojo.
Chanel tiene potencia, salió como un miura, con mucho y muy criticado muslamen, es una bailarina de categoría premium, mejor danzante que cantante. Desde luego, puede que el “chanelazo” fuera lo mejor de Eurovisión en su presentación. En su fondo, me siguió pareciendo una horterada. Esta confusión entre fondo y forma nos acompaña desde la polémica del Benidorm Fest, cuando media España se indignó, me incluyo, cuando eligieron a Chanel.
Las dos favoritas eran otras: el pop electrónico y cerebral de Rigoberta Bandini y el folk contemporáneo de Tanxugueiras. Eran propuestas más modernas, más originales y que habían generado más revuelo en las redes sociales: parecía que había material para concursar fuera de las propuestas más mainstream, una opción que va cogiendo peso en los últimos años del festival. Pero, finalmente, a pesar de ser votadas por la audiencia, quedaron relegadas por la mano divina de un jurado de expertos colocados por la cadena, que la cosa pareció tongo. Claro, muchos se sintieron estafados.
Al parecer el producto Chanel había sido una cuidada inversión mercadotécnica, con muchas cabezas hipotéticamente creativas detrás, para componer la pócima perfecta con los elementos necesarios. El consejo de brujos, oigan, parece que no iba desencaminado, en vista del buen resultado: podría tomarse como un argumento para las cada vez más numerosas voces que dicen que la democracia no es la forma óptima de hacer las cosas.
Muchos la tomaron con la pobre catalano-cubana, pero qué duda cabe de que ella es una artista como la copa de un pino, y debía estar deseando salir a escena para callar la boca a todos lo haters, como hizo. Porque, aunque Chanel no quedó la primera, obtuvo una notoria victoria moral, al menos en España (fuera seguramente permanecían ajenos a estas polémicas). Con Chanel volvemos a vivir el cuento del héroe defenestrado que regresa y triunfa, una historia que nos encanta porque está grabada en nuestra psique desde tiempos remotos y que en España tiene otro representante ineludible: el presidente Pedro Sánchez (que apoyó a Chanel expresamente en Twitter). O el Cid Campeador. Lo que es hortera es el producto que le han diseñado: esa especie de recreación de las divas del pop ligero anglosajón, por mucho que llevara una chaquetilla torera de Palomo Spain y abriera muy teatralmente un abanico.
Pero se ve que hasta lo hortera ejecutado con tino puede resultar resultón, como dijo, más o menos, Karl Popper, sobre todo para los jurados de Eurovisión, donde no se estila la finura.
Ganó Ucrania por razones más geopolíticas que artísticas. Yo creo que si había que dar ese premio por razones extramusicales debería haberse pactado que todos los países le dieran la puntuación máxima, los 12 puntos. Así Ucrania hubiera ganado de forma muy notoria y hubiera quedado bien claro que el motivo del premio no era el hip hop folclórico, sino la guerra.