Cada vez que me informo sobre las macrogranjas me coge una angustia que no se me quita ni a pastillazos. Este problema suele abordarse desde diferentes ángulos: el de la salud alimentaria, el de la despoblación del mundo rural, el de la injusticia económica, el de la contaminación de territorio, en último término suele mencionarse el maltrato animal, porque la empatía con los animales no es muy popular y lo que interesan son los asuntos humanos. Pero es este último fleco el que a mí más me quita el sueño.
No puedo evitar empatizar con esos animales condenados a malvivir en constante hacinamiento, lo peor son esas madres parideras que se mantienen la mayor parte del tiempo atrapadas en jaulas en las que apenas pueden moverse, ni tumbarse, ni darse la vuelta, mientras son inseminadas una y otra vez para tener descendencia. En algunas granjas hay más de 2.000 cerdas en esta situación, en las llamadas naves de gestación, que parecen campos de concentración de una ficción distópica. Cuando dan a luz, las madres son inmovilizadas en el suelo durante meses para que las crías mamen, hasta que son separadas de forma abrupta y el ciclo vuelve a comenzar. Las crías son luego engordadas de manera brutal en tiempo récord, hasta que son sacrificadas. Nosotros compramos en el supermercado el producto de esta espiral de horror, y nos lo comemos. Lo llaman ganadería, pero es industria y como industria que es, los animales son tratados como máquinas.
Es cierto que un cerdo no es una persona, pero eso no nos da derecho a tratarlo con una crueldad tan grande. Los animales que se explotan en las macrogranjas son de los más avanzados de la evolución, bastante parecidos a nosotros, tienen emociones complejas, y sienten deseos e instintos, y sufren, sufren mucho. “Los cerdos tienen memoria y sentido del tiempo, son capaces de entender un lenguaje simbólico y la perspectiva de los otros, muestran empatía, tienen personalidades diferentes y juegan de forma creativa. Son tan parecidos a nosotros que acaba de realizarse con éxito el primer xenotrasplante de cerdo a humano”, explica un grupo de científicos en un artículo publicado en el diario.es.
Es nuestro deber, ya que la muerte no se puede erradicar, erradicar al máximo el sufrimiento en el mundo, lo sufra un señor, una niña o un animal indefenso. Miles y miles de animales son tratados así en estos mismos momentos, y no hace falta ser vegano para que esto nos horrorice: aunque consumamos carne deberíamos sentir asco físico y moral ante este modo perverso de producirla.
Las macrogranjas, que proliferan en España y reciben subvenciones públicas, deben desaparecer, y no solo por los animales que sufren ese infierno en la Tierra, sino por la mera decencia de la sociedad que las alberga. Esa creencia de superioridad e impunidad de los humanos con respecto al mundo que nos rodea, como si fuéramos dioses indiferentes y no una pieza más del puzle ecológico, nos ha traído muchas de las grandes amenazas civilizatorias que las próximas generaciones tendrán que enmendar para evitar el colapso y la extinción. Nuestros hijos y nietos heredarán deudas. Defender un trato ético a los animales es defender a la Humanidad.